Obras

Con nuestra infancia y nuestra ida vamos tejiendo nuestro caballito de Troya. Tejiendo nuestra vida con la de otros, con lugares, con objetos y después los abandonamos.

Ya mucho más grande, después de mudarnos varias veces, visitaba mucho un parque cercano al lugar donde vivía, un día viendo una retícula de pavimento adornado con piedritas café amarillosas y baldosas, en medio del parque, me di cuenta de que me encontraba viviendo en el mismo parque de mi infancia, todo dejaba de ser difuso y se coloreaba con el peso ante mis ojos, cada elemento vaporoso aterrizado con la fuerza de lo presente ahí, atento, mirándome (desde hace tanto tiempo, y yo sin darme cuenta).

¿Qué pasará entonces, cuando vuelva a otros lugares donde dejé tantas cosas repitiéndose en mí todos los días, todos los instantes?

Esos caballitos, que dejamos entrar todo el tiempo, a cada rato, a la espera de incendiarnos.

Tus armas

Estática, sin voltear a mirar,
ahogada por un tacto que no existía
pero que me atravesaba.
Alelada, miraba el vacío de las manos
que se tocaban entre ellas,
se arrullaban, se contaban cosas.

Me hacía bolita para apaciguar espasmos de terror.
Tanta gente fue mi escape.
Pero siempre tenía que volver a mí misma,
al vacío, al temor, al momento antes de la asfixia.

Cada contacto era doloroso.
Y sin embargo, necesario, deseado.
Cuando me deshice en pequeños punticos,
dibujaba esto.

Esas manos que son las mías,
esos caminos que yo tracé.
Y que estoy obligada a retrasar.
Y alelada espero.

Tratar de evitarlo y al mismo tiempo,
tocarlo para dejar de pensar en él
para tratar de deshacerse de él
encogerse y cerrar los ojos.

No mirar para esquivar la descarga.
Pero a pesar de la fuga, el atravesamiento, el ahogo.
Eso que quemó mis cortinas lo dejé entrar,
ese tacto que me cortaba las manos lo dejé entrar.
Palpable es todo lo que ya no puede tocarme.

Sonia Pérez